4.12.11

Chileno, florentino, chino

 Tres historias acerca de la pedagogía, historias para aprender. El método de evaluación de sus alumnos empleado por el pintor chileno Adolfo Couve, las técnicas de aprendizaje empleadas por el genial autodidacta Leonardo da Vinci y el severo sistema de exámenes empleado en la burocracia imperial china. Fábulas "rigurosamente históricas" para abordar la cuestión de fondo: el saber. ¿Es condensable? ¿Basta un signo?





por César Aira.





 Uno de los tantos libros que me gustaría escribir, o mejor, leer, sería una recopilación de historias curiosas de la pedagogía. Habría abundantes puntos de identificación, porque todos hemos pasado por una forma u otra de educación, y la forma de pasar es mediante sucesos memorables. Son historias que hacen pensar y soñar, historias que inspiran, más que otras, quizá porque de todas las historias uno quiere aprender algo, y éstas muestran cómo hacerlo. He aquí tres, que encontré al azar de unas lecturas ociosas.

 En el catálogo de la retrospectiva póstuma del pintor chileno Adolfo Couve, también extraordinario escritor, una ex alumna y ayudante en su cátedra universitaria (creo que de Teoría de la Pintura) cuenta el curioso método al que había llegado Couve para abreviar el farragoso trámite de los exámenes. Le hacía al alumno una sola pregunta: "¿Sabe?" El alumno debía contestar con una sola palabra: "sí" o "no". Y no era una trampa: al que decía "sí" lo aprobaba, al que decía "no" lo hacía repetir el curso. ¿O sí era una trampa? Uno se pone a pensarlo, y es bastante abismal. Más abismal debía resultarle a los alumnos que no tuvieran una respuesta preparada (aunque ¿cómo prepararla?).


 La narradora de esta anécdota, de la que fue testigo presencial muchas veces, deja registrada la angustiada impotencia de los auxiliares de la cátedra al ver reprobados a excelentes alumnos que apostaban a la autoexigencia, y aprobados a falaces simuladores que no habían abierto un libro en todo el año.

 Couve era un hombre extravagante, neurasténico, irritable e imprevisible. La presencia del genio en una obra rescata los defectos, rarezas e injusticias del hombre que la creó. Por el mismo mecanismo, sus descubrimientos prácticos más valiosos suelen ser despreciados como engranajes de un sistema idiosincrático que sólo vale dentro del mito personal de ese genio. Supongo que ningún profesor que no sea Couve se atrevería a emplear su brutal cuestionario de todo-o-nada. Y sin embargo, habría que pensarlo.


 El protagonista de la segunda historia también es un pintor que no fue sólo pintor, pero no se refiere a la pesadilla adolescente del examen sino al sueño adolescente de saberlo todo. En cierto momento de su vida, hacia los cuarenta años, Leonardo da Vinci quiso aprender latín, lengua cuyo dominio necesitaba para consultar fuentes en sus estudios científicos. Leonardo no había hecho sus humanidades con maestros, era un autodidacta, y como tal inclinado a las soluciones artesanales, de tipo "cortocircuito". La que se le ocurrió en este caso es llamativa, y coherente con sus hábitos de anotador compulsivo: copió, de la primera página a la última, con su prolija escritura en espejo, una gramática latina, la mejor disponible entonces. Tras lo cual (y aquí nos estremecemos), copió también completo un diccionario latino, palabra por palabra. Con admirable intuición lingüística, supo que una lengua consiste de una gramática y un léxico, y con la lógica sucinta de los niños y los sabios, se puso a la tarea de aprenderlos. Por supuesto, gramática y léxico no se articulan solos. La originalidad de Leonardo estuvo en suponer que la copia manuscrita, con su coordinación de ojo, mano y mente, podía actuar como sistema.


 La pedagogía moderna, y los modernos métodos de aprendizaje de idiomas en particular, han afinado mucho los atractivos y facilidades, a tono con la demagogia general que ha llegado a confundirse con la vocación pedagógica. Pero hice el experimento de contarle esta historia a varios jóvenes, formados en las seducciones de una didáctica hecha a la medida de quienes no quieren aprender... y todos se mostraron entusiasmados. Aquí también: habría que pensarlo.

 Tercera fábula, tan rigurosamente histórica como las anteriores. La burocracia imperial china había instaurado en la promoción de mandarines un severo sistema de exámenes, que las burocracias modernas harían bien en imitar. Pero sería difícil imitar el modo en que se tomaban estos exámenes. Se encerraba al postulante en un cuarto, con papel, tinta y pincel, y la consigna era: "Escribir todo lo que supiera".

 Los que se habrían entusiasmado con el método chino habrían sido, por distintos motivos, Couve y Leonardo. El chileno quería saber si los otros sabían o no sabían, y no le interesaba qué era lo que sabían. Al florentino por el contrario le importaba el contenido y no la comprobación; quería saberlo todo, pero él era su propio otro. La impaciencia de uno, la paciencia del otro, expulsaban el arte, que era lo que compartían los dos, y que los chinos volvían a poner en su lugar. En efecto, ¿a qué saber apela el que escribe un poema o pinta un cuadro? A todo, evidentemente, a todo lo que ha vivido y leído y visto y pensado. El postulante chino con su pincel y su pastilla de tinta no tenía más que escribir una sola frase, o una palabra, o un signo. En la menor marca que uno deja sobre el papel está cifrado todo lo que sabe, el mismo todo que estaba cifrado, para el que supiera oírlo, en el "sí" o "no" de los estudiantes chilenos.